"El armario puede ser una metáfora del
subconsciente"
Juan josé Millás
El primero que recuerdo era el armario empotrado. Resistía las embestidas del tiempo forrado de papel pintado en tonos verdes. Allí se escondían las evidencias del paso de los años junto con nuestras almas que estaban también así, empotradas sin apenas poder buscar salida. En un rincón, reposaba un paquete de cartas con una cinta azul de raso que jamás nos atrevimos a tocar.
También recuerdo el taquillón de estilo castellano en la entrada, y el secreter de
color beige y tiradores dorados, con una luz que siempre estaba fundida y así
pernoctábamos casi a tientas. Guardaba secretos de alcoba, libros prohibidos y
diccionarios, junto a una colección de posavasos, tarjetas postales y un diario
con un candado estropeado que se abría y cerraba a nuestro antojo. Apuntes de
Matemáticas se aburrían de esperar la resolución de tantos y
tantos problemas, mientras yo lápiz en mano, solo sabía escribir poemas a lo
loco, de protesta, de mineros, de revoluciones que yo no podía conocer, pero
hice mías.
Otro armario que viene a mi
memoria es uno con un espejo central, de madera oscura, con patas y mi reflejo en ropa interior,
descubriendo cambios en mi cuerpo y un eterno olor a naftalina, junto a una
cama grande y muy alta a cuyo cabecero de bronce se asomaba un artilugio
llamado pera, para encender la luz; y ese suelo de terrazo gris, áspero y frío
que se asomaba a una balconada de piedra también gris, en una calle gris, de una
ciudad gris en un tiempo gris.
Han pasado tantos armarios por mi vida que
tengo que seleccionar los más idóneos, los dignos de mención, los más
queridos; entre ellos, uno pequeño, con llave que nunca conseguí cerrar del
todo y que escondía detergentes, amoníaco, gamuzas y ambientador de lavanda, todo para limpiar una casa que nunca fue mía. Tampoco ahora lo es y sin
embargo, lloro cada vez que pienso en sus vistas al mar, al horizonte, allá
donde reposarán los restos de aquellos años felices.
Pero el que más me importa, el que más
quiero, es mi armario de lunas corredizas que refleja el sol si está lloviendo y
los brotes verdes del árbol que crece en mi acera cada año. En su gran espejo
asisto a los cambios de estación, aunque me quede quieta en el apeadero y
baje las persianas para apagar miradas incendiarias de los vecinos.
No es grande, ni mucho menos y me obliga a tirar lo inservible, lo que me
aprieta o ahoga, quedándome solo con lo puesto; lo hicieron a medida y hasta
ahora, me va acompañando en todas mis mudanzas; precisamente en la última, al
quitar el precinto de una de las cajas, encontré un envoltorio con viejo papel pintado en tonos verdes, lo abrí con cuidado y descubrí un paquete de cartas con una cinta azul de raso que deshice rápidamente y comencé a leer la
primera de ellas. Así decía:
“El primero que recuerdo era el
armario de lunas corredizas…”
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